Los demonios voyeristas de Gay Talese
El periodismo está ligado de manera estrecha
a lo detectivesco, a las historias que de lo micro se extienden hasta alcanzar
una amplitud muchas veces terrible, a los personajes enrarecidos que en ocasiones
ponen a pique la idea de lo que es correcto, ético o legal. Y no, estos
conceptos no guardan una correspondencia necesaria.
Han sido varios casos en lo que los periodistas han hecho
uso de la inmersión para sacar a relucir temas que van de lo curioso a lo
terrible, de lo insólito a lo heroico, a lo trascendente y extraño…
El caso más reciente es el de Gay Talese, pilar del “nuevo
periodismo”, quien el 11 de abril publicó en The New Yorker un adelanto de su
próximo libro: The voyeur’s motel, un texto de largo aliento que ha puesto una
vez más en tela de juicio la ética del periodista, y por extensión este tipo de
periodismo.
El texto, un fragmento del libro, narra la historia de
Gerald Foos, dueño del Manor House Motel, en Aurora, Colorado, que se puso en
contacto con Talese para contarle que se dedicaba a espiar a sus huéspedes
teniendo relaciones sexuales:
“Mi interés está en todas las fases de cómo las personas conducen sus vidas, tanto social como sexualmente. Lo hice por pura curiosidad ilimitada por la gente y no solo como un voyeur trastornado”.
El autor de Honrarás a tu padre y El reino y el poder —donde
escribe que "la mayoría de los periodistas son voyeristas infatigables que
ven las verrugas del mundo, las imperfecciones de las personas y los lugares"—
viajó para dar fe de lo que sucedía en el motel. Al llegar Foos lo invitó a “espiar”
a su lado a una pareja teniendo sexo oral en una de las habitaciones.
“Vi lo que Foos hacía, e hice lo mismo: me arrodillé y me arrastré hacia las hendijas iluminadas. Entonces estiré el cuello para ver tanto como podía por el respiradero, y al hacerlo casi choqué la cabeza con la de Foos. Por fin vi a una pareja des
nuda, tumbada sobre la cama debajo de nosotros, concentrada en el sexo oral. Foos y yo miramos bastante rato. A pesar de la voz insistente dentro de mi cabeza que me decía que dejara de mirar, seguí observando, y bajé la cabeza aún más para mirar más de cerca. No me di cuenta de que al hacerlo mi corbata se había deslizado por una de las hendijas de la pantalla y que colgaba en la habitación del hotel a pocos metros de la cabeza de la mujer”.
Talese —quien en ese momento ya se había convertido en
personaje de su propio texto— dijo tener dudas sobre su participación en la
trama. “Estaba avergonzado. ¿Era cómplice de ese proyecto extraño y
repugnante?” Y esa es la pregunta que resuena en discusiones editoriales.
Por si fuera poco, en la correspondencia que ambos
mantuvieron durante años el dueño del Manor House Motel le confesó que también
había sido testigo de un homicidio, pero que no había dicho nada a la Policía,
o de lo contrario se descubriría su “pasatiempo”.
Gay Talese firmó un acuerdo de confidencialidad para que no
publicara lo sucedido sin previa autorización de Foos, lo cual sucedió tres
décadas después, justo cuando el delito había prescrito.
¿Talese actuó con ética al sacar provecho de un delito del
cual fue cómplice por omisión? ¿Hizo bien al no acudir a las autoridades? ¿Qué
sucede con las personas que estuvieron bajo el escrutinio perverso de Foos?
¿Qué hay de la seguridad del voyeur, que ha recibido amenazas de muerte?
Lo que es cierto es que lo que publica The New Yorker sólo
es la punta del iceberg, que el oficio del periodista que juega al equilibrista
en el alambre de la ética siempre será incómodo. Y en eso Talese es un experto,
un maestro en un mundo voyerista.
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