ocultarse para ser visto




“Monterrey está lleno de fantasmas.
Es un arbusto rastrero con fantasmas luminosos”
Indio borrado, Luis Felipe Lomelí



La historia de México le pertenece a los borrados, a los sujetos que encuentran en la anulación su pertenencia. Nuestro árbol genealógico es un cazahuate, al que de manera popular se le conoce como “árbol del muerto”; una rama seca que florece en blanco como si exculpara a quien lo observa, que permanece ahí, sin saber bien a bien por qué crece en climas casi secos.

La condición de los borrados es la de hacerse presente por otras vías, en un susurro, en un grito, pero casi siempre con una marca tras de sí. En México, país de borrados, muchos recurren a la violencia como una forma de manifestación. No es difícil rememorar casos en los que esta condición se expone. Lo atroz es ya lo cotidiano.

El 2 de diciembre de 2010, por ejemplo, Édgar Jiménez Lugo, de 14 años en ese entonces, confesó haber matado a cuatro personas y haber participado en varios secuestros. “El Ponchis”, quien tenía habilidades como estrangular, apuñalar, matar con pistola, disparar ráfagas de coche a coche, torturar, secuestrar y desaparecer personas, era el jefe de un grupo de sicarios menores de 15 años en Morelia. El 26 de noviembre de 2013 salió libre.

Indio borrado (Tusquets, 2014), de Luis Felipe Lomelí,  es una novela que dialoga con la violencia, con el aprendizaje. El Güero, personaje principal, es un adolescente de entre 13 y 14 años que se forja en fuego y, como si fuera una salamandra, renace de la tragedia.

El texto de Lomelí va más allá de una simple radiografía de la violencia sino que se adentra en ella para acercar al lector a un universo de caos, donde los únicos que sobreviven son quienes manejan códigos que no se pueden violar.

El Güero, un indio borrado que busca pertenecer, convertirse en alguien, deambula por los barrios de Monterrey, se desliza como una serpiente, se transforma en un topo que, guiado por frases de José Isabel, el maestro albañil que lo emplea en una obra y que sin estar de manifiesto en la novela se convierte en su mentor, debe aprender cómo dejar de serlo.

La prosa de Luis Felipe es precisa pues alcanza rangos poéticos desde la sencillez. El trabajo para reproducir el idiolecto de la “patria chica” de los personajes es el de un artesano, como el que realiza en el capítulo "LXI" donde habla de Monterrey y su cultura del trabajo, de la concepción de ser “un país dentro del país”.

La historia del Güero es la de la pandilla, la de la hermandad; también de las traiciones y las consecuencias en un mundo alterado. Al ser una novela de aprendizaje, unas Batallas en el desierto de la violencia, por decirlo de algún modo.

A lo largo de la novela el tono lleno de furia y melancolía nos acompaña, nos hace cómplices y testigos del bautizo de fuego del Güero, quien a punta de puños y pistola tiene que moverse entre la familia, la responsabilidad laboral, el amor, la amistad y el orgullo para convertirse en hombre, para entintarse el rostro y mostrarse como un "indio rayado" pues, como dice el narrador, "todos nos llenamos de odio, de ese odio que se parece a la tristeza cuando se seca”.

Como toda una generación de mexicanos que estamos siendo bautizados en sangre, donde  el acto más terrible se vuelve un espectáculo -basta recordar la foto de Christopher Víctor Vanegas Estrada, ganador del tercer premio de la categoría “Temas Contemporáneos” del World Press Photo 2014 con la imagen nombrada “Víctimas del crimen organizado”, para demostrarlo- El Güero debe mudar la piel, desaparecer para permanecer, ocultarse para ser visto y reafirmarse como lo que es: un hombre apresurado, un "árbol muerto".

Indio borrado es, me atrevo a decirlo, la afirmación de la certeza narrativa de Lomelí, quien con sus anteriores libros, como el excelente compendio de cuentos Todos santos de California y la novela Cuaderno de flores ya había pisado fuerte en la narrativa mexicana contemporánea.
Este texto se publicó originalmente en www.parabolicatv.mx

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